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Sobre la responsabilidad del Gobierno ante la crisis del coronavirus

¿Será posible que un juzgado o tribunal determine la existencia de un nexo causal entre las decisiones u omisiones del gobierno (póngase cualquier gobierno, autonómico también) y aquello que los distintos colectivos afectados puedan considerar un perjuicio ocasionado por su gestión? El fundamento jurídico –entre otros- lo determina el artículo 3.2 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. Dicho precepto se expresa de la siguiente manera: “Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes.”

Ante dicho precepto vienen a nuestra memoria los sanitarios que se han visto desbordados, desasistidos y desabastecidos en sus legítimas peticiones de personal y material adecuados, tanto para el tratamiento como para su propia defensa frente a la enfermedad y que, como consecuencia directa de ello han contraído masivamente la misma; nos referimos a los propios enfermos, que en muchas ocasiones no han sido atendidos o tratados adecuadamente porque la situación era superior a las fuerzas de cualquiera, especialmente las de los propios sanitarios, pese a su comportamiento abnegado, admirable y ejemplar; también nos referimos a los familiares de los enfermos y fallecidos, muchos de los cuales han visto cómo su ser querido desaparecía en el llamado circuito de la COVID-19 para, en muchas ocasiones, reaparecer cadáver o a veces ni eso, ya que su difunto aparecía ya incinerado en una ciudad distante muchos kilómetros de la de su residencia; nos referimos, en fin, a tantos y tantos profesionales y autónomos que van a ver sus negocios arruinados, porque económicamente esta tremenda crisis tenga consecuencias inasumibles, y a los innumerables trabajadores que, pese a las medidas coyunturales de protección de su puesto de trabajo, a medio plazo no encontrarán la manera de conservarlo porque al otro lado no habrá nadie que lo mantenga; y así podríamos citar tantos y tantos colectivos que hoy viven con la soga al cuello y no solo ante el temor del fatídico virus.

Pero volvemos al principio: ¿puede suponer todo ello una carga de responsabilidad jurídica para un gobierno como el actual? Para ello primero debemos contextualizar.

Hoy han sido varias las plataformas de abogados que se está movilizando para reclamar tales responsabilidades, para pedir la indemnidad por tales o tales otros desafueros, importunidades o hasta fraudes. Sin embargo, la falta de oportunidad política, ¿puede ser un supuesto de responsabilidad jurídica? La insensatez de unos gobernantes, ¿puede tener eco en una sanción jurídica? O aún más: la desaprensión de un gobierno respecto a su población, ¿puede ser jurídicamente castigada?

Si confundimos deseos con realidad una mayoría contestaría en sentido afirmativo y muchos se abonarían con gusto a una reclamación colectiva o individual. Pero la responsabilidad jurídica del poder público solo puede derivarse al ámbito contencioso-administrativo (responsabilidad de la administración ex artículo 32.1 de la Ley 40/2015) o al ámbito penal si se considera que la actuación u omisión del gobernante hubiera podido incurrir en prevaricación, fraude o negligencia criminal. Además, debemos pensar que las responsabilidades que ahora se exijan se dirimirán mañana, a distancia temporal del drama y bajo la fría circunspección de una mirada judicial, en unos juzgados que, si bien se encontraban ya desbordados antes de la pandemia, tras ésta lo estarán aún más que los propios hospitales que hoy se encargan de contenerla. No duden de que, en esa situación, el poder judicial, con afilado escalpelo, analizará cada uno de los elementos que necesariamente han de darse para la concurrencia de tales responsabilidades. En este contexto es en el que los conceptos fuerza mayor, catástrofe o calamidad pública se harán valer –y probablemente con éxito eventual por aquellos a quienes hoy se interpela- como justificación de tremendos errores que están costando miles de vidas humanas y de enfermos graves y el desmantelamiento de una, ya de por sí, delicada economía nacional. Habrá que preparar con mucho cuidado los argumentos de esas demandas.

El fundamento de la responsabilidad jurídica exige, según la doctrina clásica, una acción u omisión antijurídica, una lesión en las personas, bienes o derechos de un sujeto que no tenga un deber jurídico que le obligue a soportarlo, un nexo causal que vincule en relación de consecuencia directa la acción u omisión con la lesión producida y, finalmente, que dicha lesión sea indemnizable, individualizable y cuantificable económicamente. En este contexto, la responsabilidad a la que se refiere el artículo 3.2 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio no deja de ser una especificidad de la doctrina general que contempla a la administración pública como agente capaz de producir daño a los particulares tanto por su actuar normal o anormal, recientemente reguladas, con afán unificador, por las leyes 39/2015 y 40/2015 de 1 de octubre; la primera de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y la segunda de Régimen Jurídico del Sector Público. En todos estos supuestos de responsabilidad institucional deberán operar las cautelas a las que nos hemos referido anteriormente y la necesidad de presentar los hechos con la debida acreditación en línea con cada uno de los elementos que se han expuesto.

Sin embargo, no todo resulta así de sencillo. La propia situación de Estado de Alarma implica que el ciudadano sí tiene el deber de soportar determinadas limitaciones y hasta perjuicios, tanto los afectantes a sus personas, como a sus bienes o derechos y, por lo tanto, se hace preciso penetrar en un delicado proceso de discernimiento que nos permita distinguir cuáles son aquellas decisiones que los ciudadanos “deben” soportar” y cuáles exceden de dicho deber. La dificultad se acrecienta si se constata que muchos de los derechos y libertades que pueden verse limitados y/o suprimidos forman parte de la categoría de derechos fundamentales y las libertades públicas, es decir unos y otras con una relevancia constitucional de máxima protección.

A riesgo de ser aventurados, proponemos que el criterio delimitador ha de pasar por la aplicación del principio del mínimo perjuicio anclado en la prohibición del abuso de derecho con sede legal en el artículo 7.2 del Código Civil y trasunto especial en el artículo 3.2 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que obliga también al poder público a no excederse de los límites de su poder, aun en el supuesto de estado de alarma. Entendemos que buena parte de las reclamaciones que van a producirse en las próximas semanas, se van a referir a los abusos de poder que han podido perpetrarse tanto por los gobernantes como por sus agentes en actuaciones concretas, muchas de ellas motivadas por la grave indefinición en que se expresa el artículo 7.1 g) h) del Real Decreto 463/2020, por el que se declaró el estado de alarma, al aludir a las causas por las que un ciudadano puede desplazarse o salir de su domicilio, indefinición impropia de una norma restrictiva de esta naturaleza, en la que lo no expresamente prohibido está permitido.

Sin embargo, no es solo a este tipo de responsabilidad institucional a la que se refieren las plataformas aludidas anteriormente, sino también a la responsabilidad penal, que afectaría a sujetos concretos por su actuación al frente del poder público. En este caso, apuntan a delitos de prevaricación fundados en la toma de decisiones injustas con consecuencias funestas. Se achaca al gobierno no haber adoptado medidas a tiempo, a sabiendas de la peligrosidad que el coronavirus, ya presente en la sociedad española, traía consigo. En este sentido parece evidente para estas plataformas que los mandatarios conocían, o estaban en condiciones de conocer, que la no suspensión de los fastos del 8 de marzo y sus consiguientes macromanifestaciones ocasionarían muchos más contagios y fallecimientos que los que se hubieran producido de haberse actuado tempranamente, sin convocar a las multitudes a la calle; a pesar de ello se denuncia que los responsables políticos dieron prelación a sus intereses partidarios posponiendo la protección de la salud pública. En honor a la verdad no solo habría que culpar a aquellos fastos, sino también a las multitudinarias concentraciones en estadios y en plazas de toros y hasta a la cienmilenaria concentración de personas en Perpiñán convocada por parte de algún dirigente en fuga, por lo que, de forma particular, dicho acto hubiera podido afectar a la población catalana. Pero insistimos en que tanto las reclamaciones contencioso-administrativas como las de otra naturaleza, podrán resultar plausibles si se plantean con seriedad y dirección experta, huyendo de planteamientos espectaculares o puramente mediáticos y atendiendo a las razones jurídicas que con mucha probabilidad podrán avalarlas.

Pero es el gobierno el que tiene la información y la responsabilidad de permitir o de impedir y, por lo tanto, a quien corresponde dar las explicaciones pertinentes. Podemos prever tiempos difíciles para la judicatura, porque a las dificultades a que se verá abocada por su retraso secular de la administración de justicia, se unirá el ocasionado por la suspensión de actividades en el estado de alarma y de modo especial el alud de reclamaciones de diversa naturaleza que con toda seguridad se va a producir. Será el momento de demostrar la grandeza del Estado de Derecho o la deconstrucción de un Estado que no supo o no pudo sobreponerse a sus peores pesadillas.